Postcinema

una mirada al cine que ha sido y será

EL ANGEL AZUL, de JOSEPH VON STERNBERG. Alemania, 1930

Marlene Dietrich es una de esas mujeres que cuando llegan a tu vida le dan la vuelta de arriba abajo. Joseph von Sternberg fue para ella una de esas víctimas que se ofrecen al sacrificio con mirada febril y atención plena, Mindfullness, que se diría hoy en día.

Marlene era una veinteañera que actuaba en pequeñas obras de teatro y en algunas películas de las que se producían en el Berlín de los felices años veinte. Estaba casada y tenía una hija, pero su fama de mujer libre, de espíritu extravagante y sensualidad encendida se extendía por toda la ciudad.

Joseph von Sternberg fue a verla a un espectáculo musical en el Berliner Theater cuando buscaba a una actriz para protagonizar su gran película alemana, El ángel azul, que por entonces preparaba junto a Erich Pommer, el poderoso productor de la UFA. Es posible que fuera allí mismo donde le propusiera una audición para su próxima película, pero él no lo dice en sus memorias: Diversión en una lavandería china, las tituló; y Marlene tampoco hizo nunca ningún comentario sobre aquello.  

No sabemos, por tanto, cuanto de personal hubo en esta relación pero lo cierto es que Marlene no tuvo ningún escrúpulo en añadirlo a su larga lista de amantes, masculinos y femeninos, que por entonces incluían a su temprano profesor de violín, a la periodista Gerda Huber, que la introduce en el Marxismo, al músico Igo Sym, que le enseña a tocar el serrucho musical, la actriz Carola Noher, el actor Willi Forst y el  Dr. Vollmoeller, un rico comerciante que se encarga de enchufarla en la UFA… sin olvidar a su propio marido, Rudi Sieber, con el que al final acabó llegando a una entente cordiale.

El entendimiento entre ambos fue total. Marlene se dejó llevar por aquel genio de la imagen, que decidió componer con ella un personaje que al final le iba a pasar factura. La mujer fatal, la vampiresa devora-hombres, que se definía por su visage canalla y su actitud transgresora, vistiéndose de hombre y adoptando poses claramente dominatrix.

En la famosa prueba de cámara que aún se conserva en el Museo del Cine de Berlín se la puede ver con un aspecto resuelto, apoyada en un piano vertical, interpretando una canción de cabaret. En los primeros momentos se entretiene con un cigarrillo en la mano. Después, con gesto pícaro, se quita una hebra de tabaco de la lengua, mira a un lado y a otro y comienza a cantar entornando los ojos y poniendo las manos bajo la barbilla. En un momento dado se interrumpe y reprende al pianista, que comete algunos fallos, a propósito. Después, en una segunda toma, se la puede ver de cuerpo entero llevando un brillante vestido de lentejuelas y unos zapatos de tacón de la época. Con el pianista de espaldas, se sienta sobre el piano, se levanta las medias, mostrando la rotunda extensión de sus piernas, y pone un brazo en jarras, antes de retomar la canción.

La puesta en escena, la interpretación de Marlene y el fingido enfado son una evidente prueba de la intervención de Joseph von Sternberg. Es él quien le da las pautas para que interprete a una cabaretera provocativa e indolente, el trasunto de la propia Lola Lola, la protagonista del film.

Con la película ya en marcha la relación de ambos se afianza y ella compone alguno de los números musicales más memorables de la historia del cine. En su primera actuación, Naughty Lola (La traviesa Lola), que interpretará en alemán y en inglés para las versiones que se comercializarán a ambos lados del Atlántico, nos muestra sus muslos rotundos, bebe cerveza y comparte escenario con una troupe de coristas dignas del más oscuro cabaret de provincias.

En su segunda interpretación, vestida con un miriñaque de estilo imperial muestra su ropa interior al darse la vuelta, lo que levanta rugidos de pasión entre los alumnos del profesor Rat (consejo en alemán), que estos rápidamente convierten en Unrat (basura).

El profesor Unrat acaba compartiendo unos momentos con Lola lola en su camerino mientras un payaso triste los interrumpe constantemente. Pero el profesor queda completamente prendado de ella y cuando vuelve al cabaret, incapaz de olvidar sus encantos, ella le canta Falling in love again, cuyo título en alemán es muchno más expresivo: Ich bin von Kopf bis Fuß auf Liebe eingestellt (Estoy hecha para el amor de los pies a la cabeza).

Todo aquello va a conducir a un proceso de enamoramiento, matrimonio y consecuente escándalo, al que Lola lola asiste con actitud desentendida, probablemente sincera, pero de irreparables consecuencias. El profesor, burlado, debe ocupar el lugar del payaso que antes le miraba con gesto compasivo.

La película acaba cuando el profesor, profundamente humillado, es tratado con saña por el director de la compañía, por los otros miembros del elenco y por la propia Lola lola, que le dice, mientras otro tipo trata de ligársela delante de él: Que pasa, por qué me miras de ese modo, siempre que estoy contenta te las arreglas para fastidiarme.

Finalmente, el profesor Unrat abandona el cabaret de forma furtiva una noche, encarando el final de su miserable vida mientras su esposa hace una segunda interpretación del Ich bin von Kopf bis Fuß auf Liebe eingestellt.

Todo el trabajo de Sternberg, que modifica casi completamente la historia original, da preeminencia al personaje de Dietrich y humilla definitivamente a Emil Jannings, convierte a esta película en una joya de la narrativa cinematográfica difícilmente superable hoy en día.   

Sternberg y Dietrich iniciaron en ese momento una relación que fue más allá de lo estrictamente profesional. Habría que viajar en el tiempo y penetrar en la moderna mansión que se hizo construir Sternberg, un proyecto de Richard Neutra, para conocer los entresijos de esta historia. Pero no existen declaraciones, documentos gráficos o indiscreciones de aquella época que nos permitan afirmar nada.

Tampoco nos dirían nada las paredes de la coqueta casa colonial que Dietrich se compró en Beverly Hills, una construcción de estilo español, abigarrada y exótica, tan diferente de la de Sternberg, pero por ella pasaron gran parte de su larga lista de amantes: Gary Cooper, Maurice Chevalier, la guionista Mercedes de Acosta,  John Gilbert, Douglas Fairbanks Jr., el escritor alemán Erich María Remarque, John Wayne y tantos otros...

Dice Shangai Lili, en su famoso diálogo de El expreso de Shanghai: Necesité muchos hombres en mi vida para llamarme Shanghai Lili. También Marlene necesitó una cantidad equivalente de amantes para acabar llamándose tal y como hoy la conocemos.

Pero dejemos que el tiempo borre estas anécdotas, porque las películas que ambos hicieron, El ángel azul (1930), Marruecos (1930), Fatalidad (1931), El expreso de Shanghai (1932), La venus rubia (1932), Capricho imperial (1934) y El diablo era mujer (1935), quedarán para siempre en el imaginario colectivo.

Esta última película, basada en la novela de Pierre Louis La Femme et le pantin, tuvo problemas de distribución y está casi perdida. Después de todo esto Joseph von Sternberg no volvió a ser el mismo. La Paramount lo despide y acaba vagando por los desiertos de Europa hasta que realiza una última película, Anatahan (1953), claramente metafórica, que cuenta la historia de un hombre que vive en una solitaria isla del pacífico con una atractiva indígena. Todo va bien hasta que llega un grupo de soldados japoneses y comienzan a pelear por la mujer. Finalmente es ella la que impone su ley y va pasando de un hombre a otro a su antojo, hasta que casi todos ellos mueren de manera trágica.

Hecha a propósito o tal vez de manera inconsciente, no cabe duda de que aquello era un claro resumen de la relación entre ambos. Como ella misma dijo: El ángel azul me creó y me destruyó. A Joseph también. Fin de la cita.

BG, devorador de mitos.

OSEN DE LAS CIGUEÑAS, DE KENJI MIZOGUCHI. JAPÓN, 1935

Nada resulta tan sorprendente, tan fuera de toda lógica y al mismo tiempo tan dulce e inexplicable como la actitud de la mujer japonesa ante el amor.

Desde tiempos inmemoriales la mujer japonesa ha estado sometida sucesivamente a su padre, a su marido o a su señor feudal, en este orden y sin solución de continuidad. La mujer japonesa ha sido despreciada, vilipendiada, vendida al mejor postor, mercadeada como un objeto de consumo barato y finalmente abandonada, todo ello sin protesta, con una actitud humilde y aceptando en todo momento lo inevitable de su destino.

La historia de Japón ha estado, desde siempre, marcada por un clima cruel, una geografía inhóspita y un sistema político alambicado e inútil. Sus diosecillos, los ochocientos mil dioses del Sintoismo, sus  mismo templos, Fushimi Inari Taisa y otros, han sido mudos testigos de este devenir trágico y sombrío. Sus Tori, sus portales de entrada, son puertas abiertas sin destino, sin objeto, que uno puede atravesar de adelante atrás y viceversa sin que perciba ninguna diferencia.

Cuando a mediados del siglo XIX comienza la era Meiji Japón se sume en una vorágine de modernidad y soberbia. Comienza la industrialización, se hace cine, se intenta construir un imperio colonialista al modo de los europeos, pero lo que no cambian son las costumbres, el cruel servilismo de las mujeres, la actitud grosera y obscena de los hombres, el sometimiento a la tradición.

Todavía no han perdido la guerra frente a los norteamericanos y todas las estructuras del poder y de la opresión están en activo: los daimios, los samuráis, ya en decadencia, las gueishas, las casas de citas, la prostitución entendida como una de las bellas artes.

Uno de los directores que mejor han representado este estado de cosas ha sido Kenji MIzoguchi. Sus películas nos han presentado siempre mujeres que viven en esa inaprehensible frontera entre la virtud y el vicio que tanto les gusta a los hombres y, sobre todo, a los hombres japoneses.

Ya en “Cuentos de la luna pálida” se nos presenta a dos mujeres que sufren el abandono de sus maridos, que las dejan solas en la aldea, a merced de los bandidos, para hacerse ricos en la ciudad más próxima. Como consecuencia de esto una de ellas muere y la otra es cruelmente violada, tras lo cual decide que el único camino que le queda es dedicarse a la prostitución en una de las casas de placer de la misma ciudad a donde han ido sus maridos.

Con inusitada despreocupación ejerce su oficio, en el que no tarda en alcanzar fama y fortuna por sus buenas mañas. Y en esto llega el marido, convertido en Samurai, jefe de un pequeño ejército, quien la encuentra en aquel mismo prostíbulo. Se sucede una escena en la que ella le reprocha haberla dejado sola y él le dice que a pesar de todo aún la quiere y que desea volver con ella. Después de darle unos cuantos golpes al marido ella acepta y abandona con la misma despreocupación tan lucrativo oficio.

El mismo ambiente, la misma pulsión trágica y la misma despreocupación en cuanto a los aspectos morales invade otra de las grandes de películas de Kenji MIzoguchi: Osen de las cigüeñas.

Ya el título nos hace soñar con un ambiente sofisticado, con una delicadeza de los sentimientos que para nada prefigura la oscura, cruel y sórdida historia que nos presenta.

Osen es una prostituta que vive con un gang de ladrones y estafadores de la peor especie. Está al servicio de todos, pero sobre todo del jefe, que decide utilizarla para engañar a un monje budista y quedarse con una valiosa estatua. Osen se niega, porque es muy piadosa y considera un terrible pecado engañar a un sacerdote, y aún más a cambio de favores sexuales.

Es por ello que una noche, en medio de una atroz lluvia y un viento inclemente, va a rezar a un templo próximo, donde se encuentra un infeliz huérfano que está a punto de suicidarse.

Osen se apiada de él, decide acogerlo en la casa donde vive con la banda de delincuentes y trata de defenderlo durante todo ese tiempo de las burlas y los golpes que el nefando grupo acostumbra a repartir a doquier.

La película está rodada en 1935 y tiene aún la oscura pulsión del cine mudo, que tanto nos recuerda al Griffith de “Lirios rotos”, del año 19. Los escasos diálogos y la música están insertados por encima de los títulos y las cartelas que van desgranando la acción. Tiene por tanto la rudeza de esos primeros momentos del lenguaje cinematográfico, pero su lirismo es tan intenso, sus imágenes son tan hipnóticas y cautivadoras que uno se queda con la boca abierta contemplando las evoluciones de estos seres sin destino y sin razón.

La película está resuelta como un gran bucle en el que el final y el inicio se entrelazan, con una pulsión trágica difícil de soportar para un alma sensible. Pero la vida es así, un oscuro pasaje entre la nada y la nada. Y los japoneses lo saben.

En este sentido la película de Kenji Mizoguchi no es más que un eslabón en la cadena que la cultura japonesa ha generado sobre sí misma, en la que la mujer asume un rol esencial, ligado a la tierra, a la supervivencia y a la práctica del sexo como un vínculo regenerador, necesario para mantener la rueda del Samsara, el círculo de la vida. Parece como si las mujeres que aparecen en sus películas, y en su literatura, supieran mejor que nadie cuál es su misión y su destino en el mundo que les ha tocado vivir.

Podemos rastrear esta esencia en los cuentos de tradición japonesa, mágicos y sórdidos al mismo tiempo. “El cuento del cortador de bambú” del siglo IX es un claro ejemplo de ello. También podemos rastrearla en la literatura del siglo XX, en la Fumiko de Junichiro Tanizaki, en las bailarinas de Yasunari Kawabata o en Aomame, la heroína trágica de 1Q84, de Haruki Murakami.   

Desde el punto de vista occidental no hay nada que pueda explicar esta forma de ser o de actuar. Nuestra civilización, la occidental, está sometida a la culpa y el arrepentimiento. La japonesa al devenir de los días y a las inclemencias del tiempo. Los japoneses están acostumbrados a esperar que deje de llover, a que la nieve se derrita o a que los diosecillos del bosque hagan alguna diablura, y es por ello por lo que dedican tanto tiempo a la observación del paisaje, a la contemplación atenta de la eclosión de una flor, a la colocación minuciosa de una ramita de Ikebana o a la admiración reverencial por del vuelo de las cigüeñas.

BG, contemplador de cigüeñas. 


LAS PUERTAS DE LA NOCHE, MARCEL CARNÉ 1946



 

Un hombre viaja en un vagón de metro, viste una gabardina “raincoat” de estilo inglés, de cuello alto. Es alto y apuesto, es Yves Montand. De repente alguien lo observa de manera insistente. Es un tipo con pinta de pordiosero, pero su mirada es desafiante, dura. El desconocido se acerca y le pregunta: “¿Usted se baja en la próxima?”. Yves lo mira con un encogimiento de hombros. “Sí”, responde, y se da la vuelta.

Yves Montad ya tiene una cierta fama en esta época. Es un “chansonier” y acaba de alcanzar el éxito con “Les feuilles mortes” de Jacques Prevert. Hace un año escasamente que es amante de Edith Piaf, que se encarga de lanzarlo al estrellato. Unos años después se casará con Simone Signoret, la diva del cine francés, y tendrá también un sonado romance con Marilyn Monroe. Mirando hacia lo alto, siempre.

Finalmente se baja en la estación de “Barbès-Rochechouart”, cerca de la “Gare du Nord”. Allí desciende también el misterioso vagabundo, al que no volverá a ver hasta unos instantes después, en un bar de barrio próximo a las vías del ferrocarril, próximo también al “Bassin de la Villette”, un canal por aquel entonces maloliente y sucio.

Yves Montand interpreta a Jean Diego, un militante de la resistencia, un antifascista de libro, que se dirige al hogar de una pobre mujer para darle la noticia de que su marido ha muerto a manos de la policía. Sin embargo, al llegar se encuentra con una escena familiar: el hijo juega con los vecinos, la mujer está planchando y el marido aparece por sorpresa unos momentos después. Todo ha sido un malentendido.

La película está ambientada en febrero del 45, poco después de la liberación. El París que observamos es, por tanto, una ciudad recién salida de la ocupación alemana, con su pobreza, su oscuridad y su rabia contenida. París se ha salvado de los bombardeos alemanes por decisión personal del Fhurer: “Qué no arda París”, había dicho.

Para celebrar el encuentro van a cenar a uno de esos bares de barrio tan característicos, donde se encuentran con el misterioso vagabundo, que toca con una armónica la tonada de “Les feuilles mortes”, un guiño al protagonista.

Jean Diego hace dibujos sobre una servilleta para entretener al pequeño Cri-cri, el hijo de la pareja. Le cuenta sus viajes por los mares del sur, por América, por la isla de Pascua. Y es ahí donde el carrusel de las casualidades emprende su loca carrera a través de la noche. Poco después, por intermediación de Cri-cri, se encuentra con una mujer sofisticada, Malou, a la que seduce con un hipnótico vals en medio de un almacén de antigüedades plagado de viejas e imperturbables estatuas.

Entre ellos surge una inevitable atracción. Ambos se han encontrado y separado en diversas partes del mundo. Aquella magnética canción les une también y aunque el resultado es un tanto forzado la culpa, inevitablemente, es del Destino, que lo ha hecho todo para que se encuentren en aquel rincón anodino del viejo París. Pero el Destino les tiene otra sorpresa reservada. Los acompañará a lo largo de la noche, por las callejuelas oscuras, hasta que de pronto se encuentran con el marido de ella, un tipo celoso y atormentado. Es este el que finalmente provoca la tragedia, disparando sobre ella en una de aquellas callejuelas.

Entre tanto los demás personajes bailan también alrededor de su propio Destino. La hija del buhonero se enamora de un joven al que conoce en la misma estación; el hermano de Malou, un colaboracionista (interpretado por un juvenil Serge Reggiani), sucumbe ante sus propios fantasmas; Monsieur Quinquina, el buhonero filósofo transita la noche en busca de su hija; la gitana del bar encuentra la muerte en el canal de “la Villette”; monsieur Senechal, el empresario acaparador, vive su propia tragedia en carne de sus hijos: Malou y Guy, el colaboracionista.

Y en medio de todos ellos se encuentra el vagabundo ocioso e impertinente, interpretado por Jean Vilar. Este vagabundo es nada menos que el Destino, el Fatum de la mitología clásica, aquel que es capaz que cambiar nuestras vidas en un instante.

Después de tantos sinsabores las puertas de la noche, las de la estación de “Barbès-Rochechouart”, se cierran de nuevo (y esta vez para siempre) tras los pasos de Jean Diego, nuestro “héroe” que inicia su camino de regreso a casa, pero lo hace solo, cabizbajo, como todos lo haremos al menos una vez.

Marcel Carné, el director, hace con esta película un “tour de force” por sus obsesiones, por su estética alambicada y por su ideología, excéntrica y romántica. Su movimiento: el “Realismo poético” ha predominado en Francia desde los años 30. Sus películas son algunas de las más icónicas del cine francés: “Les enfants du paradis”, “Hotel du Nord”, “Quai des brumes”. Pero su cine huele a viejo, a impostado. Toda la magia se diluye, como un fuego de artificio, sin llegar nunca al culmen. Pronto llegarán los jóvenes airados, los de la “Nouvelle Vague” y su estrella se perderá para siempre.

Jacques Prevert, el autor del guión, es el gran poeta de Francia. Perejil de todas las salsas artísticas, desarrolla una gran actividad en el mundo del teatro, de las “variétés” y del cinematógrafo. De manera un tanto forzada logra colocar su canción, ya famosa, en la película y esto le da alas para introducirse más tarde en el Instituto de Patafísica, donde compartirá “soirées” con Arrabal, Topor, Boris Vian y otros.  

Como anécdota diré que Marcel Carné había escrito esta película para que la interpretaran Marlene Dietrich y Jean Gabin, amantes por esta época; pero ambos declinaron la oferta. ¡Qué gran película hubiera sido! Aunque, como todo el mundo sabe, “El infierno está empedrado de buenas intenciones”, …y malos resultados.

BG, “chemin a l’enfer”. 


FORAJIDOS. ROBERT SIODMAK, 1946


Burt Lancaster era un tipo intrépido. Comenzó su carrera como un saltarín de circo, de palo en palo, pero nunca reconoció sus verdaderas inclinaciones sexuales. Sus actuaciones de los últimos tiempos fueron todas memorables: “Il gatopardo” y “Gruppo di familia in un interno” de Visconti así lo atestiguan, pero cuando protagonizó “The killers” (Forajidos) todavía era un desconocido.

La película tiene un comienzo fantástico: dos asesinos llegan al pueblo de Brentwood, en Tennesse, un poco antes de las seis de la tarde. Sus sombras se alargan sobre el asfalto cuando descubren un único bar abierto. Entran, se encuentran a un parroquiano, al dueño del bar y a un cocinero. Anuncian que vienen a matar al Sueco, un tipo que trabaja en la gasolinera, y los amordazan en la cocina del bar.

Nick, el parroquiano, consigue escapar y va a avisar al Sueco (Burt Lancaster), que descansa en un camastro en la penumbra de su habitación, con la mirada perdida, luciendo una sugerente camiseta de tiras. Pero el Sueco no reacciona, se queda mirando al techo, con actitud melancólica, y espera en silencio la llegada de los asesinos.

Consumada la muerte, se ve al detective Riordan (Edmond O'Brien), de la compañía de seguros, revolviendo las cosas del muerto en la oficina del sheriff. Es así como encuentra un pañuelo con el dibujo de un arpa irlandesa y un seguro de vida cuya única beneficiaria es una anodina camarera de hotel, en Atlantic City.

La película se desarrolla a base de flash-backs sucesivos que nos van desvelando la vida del Sueco. El primero, una semana antes, cuando un hombre con un coche elegante se detiene en la gasolinera y habla un rato con el protagonista. El segundo unos años antes, cuando la camarera de hotel evita que se tire por una ventana. El tercero cuando el teniente Lubinski (Sam Levene) le cuenta cómo había conocido al Sueco y cómo una pérfida mujer lo había arrastrado a las profundidades abisales del hampa.

Es entonces cuando aparece ella, Kitty Collins (Ava Gardner), con sus espléndidos 23 años. Su carrera todavía estaba despegando, pero este papel la conduce directamente al estrellato. Es probable que por estas fechas se esté divorciando ya de Artie Shaw, clarinetista famoso, y que Howard Hughes ande detrás de sus insinuantes contoneos.

Su aparición se produce en el minuto 38, de espaldas, con un vestido provocador, sentada al piano mientras un pianista interpreta una oscura canción. De repente se da la vuelta, lleva un vaso en la mano y su mirada magnética queda prendida en los ojos del Sueco, que cae fulminado (metafóricamente) ante aquella visión.

A partir de ese momento el Sueco ya no puede apartarse de su lado. Su novia de siempre, Lilly Harmon (Virginia Christine), una belleza rubia y angelical, queda relegada al más ominoso abandono y acaba casándose con el teniente Lubinski, el amigo de toda la vida.

El sueco comienza su vida criminal, que lo lleva a perpetrar varios robos y que siempre lo mantiene al lado de Kitty. Pero ella tiene otros planes, junto con Big Jim Collfax (Albert Dekker) y finalmente se la juega.

En el entierro del Sueco aparece Charleston, un viejo compañero de celda que acaba contándole al detective sus últimas andanzas. Un nuevo flash-back. Finalmente reconstruye un atraco de 250.000 dólares a una fábrica de sombreros. El Sueco sigue enamorado de Kitty, que lo maneja como un pelele y finalmente lo abandona en un hotel de Atlantic City, justo donde una camarera compasiva evita que se suicide.

El manejo de los tiempos y la construcción del guion es soberbia, no en vano fue escrito por John Huston. En un nuevo flask-back asistimos a la preparación del atraco. Kitty viste una camisa de cuadros. Está arrebatadora mientras fuma al lado de la ventana. Con ella están Collfax y otros miembros de la banda. Después aparece el Sueco, toma las riendas, se lleva el dinero, pero finalmente es traicionado por Kitty. Cuando llegamos al final de la película ya estamos convencidos de que ella es la gran mala de la película, pero no podemos intuir que tenía un cómplice desde el principio. Pero eso, naturalmente, no debe ser desvelado. Tendrán que ver la película.

La fama de Ava comienza a crecer a partir de este filme. Su peinado exuberante es copiado por todas las matronas del mundo occidental, su hoyuelo es envidiado por reinas y meretrices. Atrás quedan Mickey Rooney y un pasado conflictivo. No tardará en casarse con Frank Sinatra, otra estrella del firmamento de Hollywood. Pero la felicidad es pasajera y vivirá sus siguientes días de vino y rosas en España, donde acabará adquiriendo fama de devora-hombres y preparará los fastos de su divorcio definitivo con Hollywood en la casa de El Viso, donde alternará con Juan Domingo Perón y Luis Miguel Dominguín. En esa época interpreta el papel de María Vargas, en “La condesa descalza”, intenso dramón de Mankiewicz, que todavía huele a jamón y cebolla; esa España cetrina y cejijunta que también podemos ver en “La femme et le pantin” de Julien Duvivier, con una desbordante Brigitte Bardot repartiendo besos y mohines por doquier.

Harta quizá de tanta grasa en 1968 Ava Gardner se va a vivir a Londres, y allí muere.

Burt Lancaster aprovechó bien el tirón y protagonizó un porrón de películas de piratas y saltimbanquis, como “El temible burlón”, de 1952, otra vez con Siodmak; pero ya sabemos cómo acabó: interpretando a un depresivo “professore” en “Gruppo di famiglia in un interno”, de Visconti, Luchino.

Pero lo más interesante de esta película, lo que la hace verdaderamente especial, es que fue el mejor modelo de narrativa cinematográfica que pudo encontrar un joven Tarkowski para realizar en 1956, junto con sus compañeros de estudios, un cortometraje que es una copia casi exacta del inicio de la película de Siodmak. Curioso homenaje el que brindan estos jóvenes “soviets” al cine del más rancio redil del capitalismo. BG, saliendo del redil.

EL TERCER HOMBRE. CAROL RED, 1949.


Si hay un final memorable en la historia del cine este es el de Joseph Cotten esperando a Alida Valli, apoyado en una débil carrilana, en la larga avenida de álamos que conduce al cementerio. Símbolo inequívoco de la inevitabilidad del amor, y también del desamor.

Joseph Cotten interpreta a Holly Martins, un escritorzuelo del tres al cuarto que llega a Viena en busca de su amigo de juventud, Harry Lime. Estamos en la Viena ocupada del año 47. Sus habitantes viven en la pobreza, sometidos a los ejércitos aliados y con las calles llenas aún de escombros.

Allí se encuentra con que su amigo ha muerto y que su atractiva novia, Anna, trabaja en un teatro y vive en una habitación de un viejo palacio, con el recuerdo de su amante titilando aún en sus distraídos párpados. Holly coquetea, intenta seducirla, pero ella es inmune a sus encantos.

Llevado por este enamoramiento fortuito decide quedarse y averiguar quién es el misterioso Tercer hombre, que aparece en la escena de la muerte de su amigo, un turbio accidente al pie de su propia residencia.

En la investigación se enreda con los amigos de Harry, un siniestro barón Kurtz, un amenazador Popescu y un caricaturizado doctor Winkel, que lo conducen poco a poco al descubrimiento de la gran verdad: que su amigo está vivo y es un redomado canalla.

Es entonces cuando el mayor Calloway, un irrepetible Trevor Howard, intenta convencerlo para que se vaya. Le presentan las pruebas, lo pasean por los hospitales y finalmente lo consiguen. Holly se va, pero antes debe despedirse de Anna en su habitación del mísero palacio.

La encuentra llorando, en la penumbra. Él se siente arrebatado, lo intenta por segunda vez, le cuenta como Harry siempre le robaba las chicas o lo dejaba atrás en cualquiera de sus correrías. Ahora quiere desquitarse, ser él el conquistador, el héroe de aquella novelucha barata.

Pero entonces aparece el maldito gato, el gato de Harry.

—Era al único al que hacía caso… —dice Anna, entre soñadora y ausente.

Cuando abandona la habitación, desencantado y aún bajo los efectos del alcohol, Holly ve al gato parado en un portal, jugueteando con los cordones de unos zapatos lustrosos, de aspecto imponente. (a ras del suelo)

“Un coche pasa muy despacito por la avenida…” que diría Rubén Blades.

Ese coche ilumina el portal y se puede ver por un instante la cara socarrona y alegre de Harry. Es Orson Welles, que ha decidido aceptar la invitación de Carol Red, el director de la película, e interpretar aquel papel a cambio de una sustanciosa cantidad de dinero.

Esta magistral aparición, a ras de suelo, da un giro inesperado a la película. A partir de entonces ya nada será lo mismo. Es una leyenda urbana ampliamente extendida que Orson Welles dirigió él mismo las escenas en las que aparece. Carol Red no lo desmiente, pero Orson jamás lo ha admitido. Hay un silencio cómplice entre ambos, que se admiraban mutuamente.

La segunda aparición de Orson, a ras de cielo, no es menos mítica que la primera. Es la famosa escena de la noria, en el Prater de Viena. Los amigos discuten acerca de la vida, del amor y de la muerte bajo un cielo encapotado.

Hay otra leyenda urbana que dice que el propio Orson fue quien escribió todo su papel. Lo cierto es que fue el propio Orson, que tenía una personalidad arrolladora, el que introdujo de forma espontánea las frases acerca de “los puntitos negros” y “el reloj de cuco”, dado que ninguna de ellas aparece en el guion original; lo cual no le quita mérito alguno a Graham Greene, por otra parte.

La tercera aparición, a ras de subsuelo, acaba por convertir a la película en uno de los clásicos imperecederos del cine. Es la famosa escena de las alcantarillas de Viena, una construcción ciclópea de tiempos imperiales. En ellas se produce una persecución en la que las sombras y los rostros enfáticos toman el protagonismo. Harry huye ante la presencia de la policía, pero el cerco es demasiado estrecho y Holly acaba matándolo con la pistola del sargento Paine, fallecido unos metros más atrás.

Y la tercera leyenda urbana dice que fue el propio Orson el que dirigió también esta escena. La verdad fue que estuvo muy poco tiempo en las alcantarillas, apenas el necesario para grabar su cara saliendo de entre las sombras y ocultándose de los soldados que lo perseguían. Carol Red tampoco quiso desmentir nunca este bulo, en parte porque le interesaba y en parte porque admiraba tanto a Welles que no podría dejar quedar mal al genio.

La película se encamina ya hacia el inevitable final. Holly debe regresar a Norteamérica, su avión le espera. Sin embargo, asiste al segundo entierro de su amigo. De nuevo se encuentra con Anna, que permanece junto a la tumba con una actitud serena, ausente.

—¡Ahora por lo menos sé dónde estás! —que diría cualquier otra.

Y es entonces cuando ocurre aquello que ya conté al inicio.

La película fue un éxito de taquilla escandaloso. Carol Red dijo que al principio le había ofrecido a Welles una participación en la producción a cambio del dinero, pero este declinó la oferta. Si hubiera aceptado se habría hecho muy rico, pero lo cierto es que renunció acuciado por la necesidad de fondos para financiar alguno de sus proyectos.

Sobre la música cabe decir que es una de las piezas más reconocibles de la historia del cine y forma parte integral de la película, pese a su singularidad. En los años cincuenta se estaba abandonando el estilo sinfónico, optando por los temas singulares, muchos de ellos de carácter folklórico. La reciente industria discográfica favoreció la difusión de estos temas, que se vendían como churros como banda sonora (BSO) de la propia película. Antón Karas, el compositor, era un músico callejero que sobrevivía malamente en las calles de Viena y que Carol Red descubrió por casualidad. A partir de aquí se hizo mundialmente famoso, y también rico. El estilo y la ejecución son completamente originales. Se trata de un largo “rag-time” sincopado, ejecutado por el propio Antón Karas mientras visionaba la cinta, lo cual había sido también bastante inusual hasta entonces.

En cuanto a la película en sí cabe decir que responde a los cánones narrativos de la época y es un largo excurso sobre el vacío, sobre el ausente, sobre el que no está; y también sobre la fatuidad de los hechos y la inevitabilidad de las cosas. “El sentido de la vida”, que dirían los Monty Python si hubieran estado allí.



BG, sin ningún sentido.

THE BIG KNIFE DE ROBERT ALDRICH 1955


Las películas de Robert Aldrich son desagradables, sucias, y dejan un poso amargo detrás de ellas. Es lo que sucede con The big knife, una de las películas más intensas, dramáticas y crueles sobre el mundo de Hollywood y sus turbios secretos, infinitamente superior a Cautivos del mal (1952) o a Dos semanas en otra ciudad (1962) de Vincente Minnelli.
Jack Palance, el protagonista, es un ser brutal, un Meat Loaf del cine. Su rostro plano, su nariz partida, sus potentes pómulos, sus brazos hipertrofiados y su considerable corpulencia hacían de él un villano perfecto, y además un villano cruel y encanallado, como Richard Kiel en La espía que me amó (1977) o en Moonraker (1979).
La película va de un actor llamado Charlie Castle (Jack Palance), una estrella de Hollywood en horas bajas, mujeriego e intenso, que tiene ante sí la disyuntiva de firmar un nuevo contrato con su eterno productor Stanley Hoff (Rod Steiger) o recuperar a su mujer, Marion (Ida Lupino), de la que está separado.
Charlie arrastra un inabarcable sentimiento de culpa tanto por las infidelidades que ha perpetrado como por una muerte por accidente cuando conducía borracho por Beverly Hills.
La película transcurre en su mayor parte en el interior de un sofisticado chalet, al estilo Vandamm house, de la famosa North by Northwest (1959) de Hitchcock. Por este escenario van desfilando un intenso elenco de secundarios: una sirvienta, un mayordomo, el entrenador personal, una periodista demasiado entrometida, un empleado del estudio, y su encantadora mujer Marion, que inesperadamente baja las escaleras de caracol que conducen al dormitorio y le salva a él de un complicado interrogatorio.
Ida Lupino toma el rumbo de aquel otro personaje (Anna) que había interpretado unos años atrás en Marea de luna (Moontide) (1942), donde encarna a una prostituta sumisa que se enamora de Bobo (Jean Gabin), un estibador portuario brutal y desconsiderado, con el que se va a vivir a una cabaña inmunda en un muelle atacado por las corrientes y la brume marina. Esta película estuvo a punto de hacerla el mítico Fritz Lang, pero su enemistad manifiesta con Jean Gabin (le había birlado recientemente al objeto de su deseo: Marlene Dietrich) lo hizo imposible.
No menos brutal es Rod Steiger en su papel de Stanley Hoff, el productor de cine despiadado, al estilo del relamido Louis B. Mayer o el mítico Harry Cohn. Con terribles admoniciones obliga a Charlie a renunciar al amor de Marion y firmar un nuevo contrato. Su aparición, breve pero intensa, deja un poso que se transluce a lo largo de todo el metraje y condiciona la acción de manera formidable.
Entretanto Charlie trata de recuperar a Marion, va a visitarla a la playa, tiene una escena tierna mientras ella se echa bronceador por los hombros. Pero muy pronto comienzan a complicarse las cosas. Charlie encuentra consuelo en brazos de otra mujer, Connie (Jean Hagen), casada con su amigo Buddy (Paul Langton), y toma la escena un elenco de formidables secundarios: el asistente personal Nick, la periodista Patty (Ilka Chase), Hank Teagle (Wesley Addy) y otros. Ante las indiscreciones de Connie, que sabe que Charlie conducía el coche el día del fatídico accidente en Beverly Hills, Smiley (Wendell Corey), el ayudante del productor, toma las riendas del asunto, provoca la muerte de Connie, y conduce al desesperado protagonista a su inevitable final
Robert Aldrich fue un director poco común. Se inició en los estudios RKO y trabajó con los mejores, pero su ambición le llevó a la dirección y sus películas pronto destacaron por su crudo uso de la violencia y su crítica demoledora al sistema de Hollywood. Esto condujo a la confrontación con sus jefes y acabó siendo despedido. Sin embargo, como era sobrino de John D. Rockefeller Jr., se repuso enseguida y comenzó a producir sus propias películas. What Ever Happened to Baby Jane? (¿Qué fue de Baby Jane?) de 1962 y The Legend of Lylah Clare (1968) fueron dos de ellas, aunque nunca consiguió destacar demasiado ni recibir un Oscar de Hollywood, obteniendo solo algunos premios secundarios en Europa.
Ida Lupino fue una estrella reluciente en el parnaso hollywoodense. Inglesa de nacimiento, por estas fechas ya había adquirido la nacionalidad estadounidense y se había casado con su segundo marido. Especializada en los papeles de prostituta y chica mala, pronto triunfó en el cine negro, pero su carácter y la firmeza de sus convicciones la enfrentaron a Jack Warner y acabó en el paro. Durante ese tiempo comenzó a interesarse por la dirección y junto con su marido creó una productora independiente. Con ella dirigió seis películas, escribió o coescribió cinco, actuó en tres, y coprodujo una. Su pretensión era contar historias realistas, pegadas a las vicisitudes de la gente más desfavorecida, con temas como la prostitución, la bigamia, la violencia y las injusticias sociales. Tras su divorcio se casa con su tercer marido, el actor Howard Duff, y realiza The Hitch-Hiker, (1953), única película de cine negro dirigida por una mujer en esta época, considerada hoy legado inmaterial de .
Ida Lupino siempre mantuvo una postura firme, aunque no beligerante, por los derechos de la mujer en un mundo como el de Hollywood, férreamente dominado por hombres. Denunció los casos de abuso de los que fue testigo y abogó siempre por que hubiera más mujeres directoras de cine. Por si fuera poco también dirigió capítulos para algunas series para televisión, como Alfred Hitchcock Presents, Batman, Bonanza, Los Intocables, El fugitivo, Los ángeles de Charlie o Columbo, escribió cuentos y libros infantiles y llegó a componer música: su obra Aladdin’s Suite fue interpretada por la Orquesta Filarmónica de Los Ángeles en 1937. Me quito el sombrero.
En cuanto a Jack Palance, al que Aldrich había sacado de sus papeles de bruto y secundario encanallado, no consiguió el ansiado estrellato y acabó sus días en Europa, haciendo películas se serie B, C, D y V. Solo Jean Luc Godard, otro outsider del sistema, lo rescató brevemente para coprotagonizar Le Mépris (El desprecio) de 1963, junto con Brigitte Bardot y el chalet de Curzio Malaparte, en Capri. Pero ya nunca más volvió a brillar y se arrastró por lo peor del cine de bajo presupuesto, poniendo siempre la otra mejilla, hasta que en 1992 los miembros de la Academia de Hollywood le otorgaron un vergonzante Oscar al “mejor actor secundario”. Triste humillación.

BG, triste y encanallado.



EL ARPA BIRMANA. KON ICHIKAWA. JAPÓN 1956.

Japón es una nación triste. Salió a la luz en un entorno salvaje, inmisericorde. Azotada por la nieve y el viento durante una gran parte del año, solo tiene un leve momento de alivio cuando florecen los almendros, más o menos por abril. Después viene un período de lluvias, entre mayo y julio, seguido de un verano tibio que muy pronto es sustituido por los tifones y las galernas que asolan sus costas.

Una vez ese viento terrorífico les salvó de la invasión de los mongoles, pero ya no lo hizo tanto de la influencia occidental y de los devastadores efectos de la segunda guerra mundial.

En ese entorno cruel es donde los japoneses han forjado su carácter. Es un pueblo duro, resistente, listo para la batalla, poco habituado al amor y a las caricias, pero sensible a la luz y a las eflorescencias primaverales.

Cuando ya los chinos habían fundado el Kung Fu, el Zen, el Qi Gong  y el Taichi, los japoneses se avinieron a hacerse budistas. Para cuando llega San Francisco Javier, en 1549, el cristianismo ya poco tiene que hacer en Japón.

Durante este tiempo los monjes budistas fueron modelando su fe mediante una amalgama de tradiciones continentales, el Bodhidharma y el Tao. Es así como aparecen el Budismo Shingon, el Shugendo, que obligaba a sus monjes a trotar por las montañas con una cajita de laca negra pegada en la frente. De ellos partió la tétrica costumbre de inmolarse en vida para alcanzar la iluminación. Los cuerpos, ya momificados, era llevados en procesión a alguno de los templos del Kumano Kondo, el camino de peregrinación sagrado del Japón.

Algo de este camino de peregrinación debió hacer mella en Mizushima, nuestro protagonista, que tras una experiencia traumática decide hacerse monje y vagar sin rumbo por las desoladas tierras de Birmania.

Mizushima forma parte de un batallón de soldados japoneses que tras perder la guerra se entrega al ejército aliado. Su capitán es un hombre bueno, un melómano que trata de organizar un coro con sus hombres y deleitar a los enemigos con armoniosas piezas vocales.

Pero en el interim Mizushima se pierde y acaba vagando por los campos de Birmania disfrazado de monje. Henchido de culpa y de remordimiento decide emprender una tarea titánica: enterrar a todos sus compatriotas muertos, esparcidos por el inmenso campo de batalla.

En su huida se topa un día con sus compañeros en un puente de madera. Estos le reconocen, pero él no les habla, pasa de largo, huidizo, pensando que su misión todavía no ha terminado.

Entretanto las autoridades han decidido la repatriación de los soldados a la devastada nación japonesa, que sufre las terribles consecuencias de la derrota. 

Sus compañeros no pierden la esperanza, organizan un plan para que Mizushima vuelva con ellos. Contratan a una vieja buhonera para que le entregue un loro al que han hecho repetir constantemente la frase: “Mizushima, vuelve con nosotros”.

Todo se resuelve finalmente en torno a una figura yacente de Buda. En su interior está Mizushima tocando un arpa que pertenece a un niño que se la ha ofrecido en préstamo. Es un pequeño templo budista abandonado, en medio de la selva.

Los compañeros de armas de Mizushima escuchan esa música y saben que es él, que está en alguna parte oculta de aquel paisaje, y tratan de llamarlo para que aparezca.  

La trama concluye cuando Mizushima aparece de nuevo ante ellos, sin hablar, con el loro sobre su hombro, y toca el arpa para sus compañeros por última vez.

La película está rodada en un impecable blanco y negro. Los rostros fuertes y expresivos de los soldados, los paisajes bajo la luna en la aldea, los campos desolados, los claroscuros nítidos del campamente en la noche, los contraluces del templo, todo ello denota un claro dominio de la técnica fotográfica al servicio de la historia. En este aspecto nos recuerda más al Ozu de “Principios del verano” y al primer Oshima que al Kurosawa de “los siete samuráis” o al Mizoguchi de “Los músicos de Gion”; y por el lado occidental nos recuerda más al Orson Welles de “Ciudadano Kane” o al Carol Red de “El tercer hombre”, que a Truffaut o Goddard en sus obras iniciáticas.  

“El arpa birmana” es una obra de epifanía, de expiación, de redención. Pero es también una obra que trata de explicar, como ninguna otra, el alma herida del pueblo japonés tras la derrota de la segunda guerra mundial.

Los sueños heroicos, los delirios imperiales de la era Meiji se esfumaron para siempre. Las tradiciones pacatas, los sombreros de copa y las injusticias derivadas del caduco sistema social japonés han quedado definitivamente atrás. La mujer ha sido liberada de su yugo ancestral, las uniones con los americanos darán lugar a una nueva raza. Todo el sueño de un tiempo amargo ha sido definitivamente disipado y ni los samuráis ni los daimios podrán hacer nunca más lo que hasta entonces habían hecho sobre un pueblo subyugado y triste.

Los emperadores han dejado de ser dioses, los soldados ya no tienen vasallos que pisotear y la población se debate entre los efectos de la mortífera radiación y la vergüenza de un país derrotado. Es en ese contexto donde se produce la expiación, que Mizushima cumple de forma metódica expurgando cadáveres en la llanura birmana.

Al final, viendo su enorme esfuerzo y su sacrificio heroico, los lugareños acceden a ayudarle en la pía misión y los soldados leen entre lágrimas la carta que Mizushima le entregó a su Capitán antes de que estos partieran de regreso a su país.

En esa carta se explica todo, se da razón de la conversión de Mizushima al budismo y se explica también el asumido compromiso de paliar, en la medida de sus fuerzas, las consecuencias de tan catastrófica guerra. 

Kon Ichikawa, un autor prolífico, que había iniciado su carrera unos años antes, se ve marcado también por esta obra tan singular. Tras el éxito de “El arpa birmana” volvió sobre el tema en “Conflagración” (1958) y en “Fuego en la llanura” (1959) casi con los mismos actores y escenarios. Más tarde recuperó la misma historia haciendo una versión en color (1985), levemente inferior al original. Paralelamente hizo una poco destacable versión de “Los 47 ronin” (1985), leyenda modular del Japón, y una menos destacable aún “La princesa de la luna” (1987), adaptación de un cuento tradicional japonés.

Kon Ichikawa es sin embargo un inmejorable representante de la nueva mentalidad que se impuso en Japón tras el final de la guerra. La superación de los viejos preceptos, una mirada abierta a las nuevas formas de hacer cine, un acercamiento brutal a las tesis de Rossellini y De Sica y un antecedente no demostrado, pero demostrable, de lo que muy pronto había de ser la NOUVELLE VAGUE, el FREE CINEMA y el NUEVO CINE ALEMÁN. 

BG, tañedor de arpas 1-1-23.

EL SABOR DEL SAKE. YASUHIRO OZU (1962)

Siento nostalgia de aquel TORYS BAR del callejón a donde iba Hirayama cada noche antes de regresar a casa. Como él me pasearía por los callejones del viejo Tokio dejándome sorprender por las luces de los faroles y de los letreros luminosos. Como él contemplaría las chimeneas de las fábricas, pintadas de rojo y blanco, o las piernas de la atractiva secretaria, mientras escuchaba esa musiquita melancólica y animosa que acompañaba los tiempos muertos entre una secuencia y otra.   

Como Hirayama me perdería por los entresijos de una casa vieja y tradicional, de madera, contemplando los tatamis impecables, las mesitas bajas, los paneles corredizos y las figurillas de Buda sobre los sobrios muebles lacados mientras mi hija Michico recoge la chaqueta de twed, el chaleco ajustado y la corbata de seda de donde las hubiera dejado caer.

Precisamente esa hija joven, Michico, es el gran problema de Hirayama. Al inicio del filme un amigo le dice que tiene un candidato para casarse con ella. En un primer momento el padre se sorprende, luego niega esta posibilidad y finalmente acaba admitiendo que quizá deba tomar aquella propuesta en consideración.  

El segundo asalto se produce cuando se reúne con sus amigos en una casa de té. De nuevo los tatamis, la habitación desnuda, unas mesitas bajas, algo de comida y unas botellas de sake caliente. Uno de los amigos comenta que se ha encontrado con un viejo profesor del instituto, a quien apodaban Calabaza, y proponen hacer una fiesta en su homenaje.

Por fin, mientras las luces de Tokio se encienden al anochecer los amigos se reúnen en torno al profesor Calabaza. El viejo acepta encantado aquel homenaje y demuestra a sus antiguos discípulos que su vida no tiene nada de envidiable: ha enviudado y vive con su hija, antes atractiva, en algún rincón de Tokio. Finalmente se emborracha y es llevado a casa por Hirayama.  

Es así como este descubre que el profesor Calabaza vive muy cerca de su casa, en un oscuro tugurio donde vende fideos hervidos junto con su hija, una solterona amargada que ha perdido hace tiempo su antiguo fulgor.

No mucho después, en una visita al viejo profesor, Hirayama descubre, en un apartado callejón, el Torys Bar y es allí donde se produce su epifanía.  Junto con un correligionario de armas entona viejas canciones de guerra y rememora sus tiempos de marino de la Armada Imperial Nipona.  Con él repasa los recientes acontecimientos históricos y acaba por concluir que todo está bien, que Japón no debió ganar la guerra y que tal vez él tampoco deberá ganar la suya.

Hirayama podría haber sido perfectamente un samurai del período Edo, que terminó abruptamente en 1853 para dar paso a la era Meiji, en la que Japón inició su ensoñación imperialista.

Aquella ensoñación acabó definitivamente con la derrota de la segunda guerra mundial. Sería su segunda derrota frente al poder de la maquinaria estadounidense. Aquella doble derrota dejó una fuerte impronta en el subconsciente colectivo japonés. Como nación vencida se dejaron colonizar, modernizaron sus estructuras industriales y adoptaron la democracia como forma de gobierno. De esa manera entraron por primera vez en Japón la igualdad de oportunidades, la emancipación de la mujer y las costumbres occidentales.

Solo una cosa les ha quedado a los japoneses para reivindicar su idiosincrasia milenaria: el sake. Esta película es una oda al sake y a los tiempos pasados.

Es entonces cuando Hirayama entona el célebre ¡Hum! con el que acostumbra a concluir las conversaciones más enjundiosas, y la película se lanza por derroteros más trillados.  

Al final, lo que queda es la nostalgia. Nostalgia de aquella dueña del TORYS BAR que aparece después de darse un baño y sonríe como la diosa Afrodita recién salida del ponto euxino. Nostalgia de los acontecimientos cotidianos, de la vida en familia, de los pequeños problemas y de las grandes soluciones que surgen al compartirlo todo.

La historia de Michico apenas tiene importancia. La aparición de un segundo pretendiente nos aporta una de las escenas más asombrosas de Ozu: el encuentro en la estación de tren.

El segundo pretendiente y Michico coinciden en una estación de tren del extrarradio, donde vive su hermano. La estación es un simple embarcadero de madera, con una barandilla donde ella se apoya mirando al infinito. Es el instante decisivo, es el momento en que los destinos de ambos se cruzan y donde las decisiones más trascendentes se toman. Pero ninguno de los dos dice nada, todo parece transcurrir de modo imperceptible hasta que las contradicciones estallan. ¡Y todo por un juego de palos de golf!

Hirayama vuelve al Torys Bar con su hijo. La conversación es trascendental:

Koichi: ¿Y dices que se parece a mamá? A mí no se me parece nada.

Hirayama contesta: ¡Hum!

Mientras contemplan a la encantadora dueña del bar servirles unas copas de whisky padre e hijo se sinceran. La trama se desenreda. Todo llega a su fin y vuelve a sonar la musiquita melancólica del principio.

La técnica de Ozu es casi tan impresionante como imperceptible. Filmaba casi todas sus escenas con un 50 mm, el objetivo básico de la Asahi Pentax de entonces, que recortaba la realidad a una dimensión humana. Ozu, de la misma manera, recortaba los argumentos para quedarse únicamente con lo esencial, con el punto de vista humano, el que no distorsiona la realidad. Y con esta técnica nos ha donado una serie de películas irrepetibles, inolvidables, con las que es fácil soñar e irse a la cama entre vapores etílicos.

Hace mucho tiempo, cuando era joven y salía con amigos, no podía entender por qué los hombres deambulaban solos por los bares. Ahora, después de haber visto esta película tres o cuatro veces, ya lo voy entendiendo cada vez un poco más.

BG, saboreando el sake.

LES PARAPLUIES DE CHERBOURG, Jacques Demy. 1964.



No es de extrañar que François Miterrand hubiera elegido a Catherine Deneuve para representar a la Marianne de la Republique Francaise. Público y notorio es lo mucho que le gustaban las mujeres, dado que no solo tuvo una Primera Dama, sino también una Segunda, y quizá una Tercera, no se sabe.

Catherine Deneuve era una belleza angelical, suave y entregada, como solo saben serlo las mujeres francesas. Hermana de Françoise Dorléac, una pelirroja racial y poderosa, debutó en el cine en 1957 y realizó pequeños papeles hasta que Roger Vadim, un aseado e impetuoso canalla, dio con ella en una boîte de moda, una noche de 1961, alrededor de las dos de la madrugada.

Roger Vadim venía de iniciar una extraordinaria y estrambótica carrera como Directeur. Se había estrenado con Et dieu crea la femme,  en 1956, y no había parado todavía cuando conoce a Catherine Deneuve. Acaba de abandonar a su segunda mujer, Annette Stroyberg, con la que ya ha tenido un hijo, pero esto no es óbice para que se líe con Catherine, que tiene apenas 17 años, y tenga un segundo hijo con ella. Pero que Catherine era una mujer empoderada y libre lo demuestra el que no se hubieran casado, aunque Vadim estaba ya divorciado en aquel momento.    

Vadim, el más feliz de los hombres, utiliza sus contactos e introduce a Catherine en Les parisiennes (1962), de Marc Alegret, con música de   Charles Aznavour. Es ahí donde Johnny Haliday canta Retiens la nuit y Catherine no pierde la ocasión. Es su lanzamiento a la fama.

Ya tenemos compuesto el parnasillo francés: actrices, directores, intelectuales, todos mezclados en la rive gauche, haciendo cine de la Nouvelle vague o cualquier otra cosa que se le pareciese.

Pero Jacques Demy, marido de Agnès Varda, no se parecía en nada a aquellos jóvenes intelectuales, rabiosamente comunistas algunos de ellos, que trataban de cambiar las règles du jeu. Por el contrario, Jacques Demy ama el cine norteamericano, las grandes producciones de Hollywood y, sobre todo, el esplendoroso cine musical, al estilo de Meet Me in St. Louis (1944), de Vincente Minnelli.  

Después de dos o tres pequeños ensayos se lanza, con su amigo Michel Legrand, a la producción de la más grande película musical francesa que hayan visto los siglos: Les parapluies de Cherbourg. Y para no dejarse nada en el tintero decide que la película va a ser cantada de principio a fin.

El resultado es estrambótico, forzado y en ocasiones ridículo, pero la enorme actuación de Catherine, la desgraciada historia de amor y la espléndida composición musical de Michel Legrand lo salvan de la quema. 

Los títulos de crédito del inicio son un prodigio de sensibilidad y savoir faire cinematográfico. Un plano cenital nos muestra la calle mojada y unos paraguas que se cruzan de manera incesante. De pronto la cámara gira y observamos el puerto de Cherbourg, el escenario del drama. En un taller de automóviles trabaja Guy, el novio de Geneviéve. Al salir va a buscarla al Magasin des parapluies, una pequeña tienda en una callejuela del puerto. Se declaran su amor, van a un salón de baile, él se pincha con un alfiler que ella se ha dejado, al descuido, en su vestido nuevo. Pero hay un pequeño inconveniente: él es mecánico y la madre de Geneviéve, Madame Emery, es una pequeña burguesa que ve con malos ojos la baja extracción social del novio.

El apartamento donde viven, en la parte alta de la tienda, es un prodigio de color, con su estética fauve y sus papeles pintados. Las raspas del pescado y las pequeñas miserias de la vida burguesa las llevan a empeñar las joyas de la familia en un bijoutier de Nantes. Magnífico plano del lugar. Es allí donde aparece el tercero en discordia, Roland Cassard, diamantiste, que se enamora de Geneviéve al instante.

Para redondear el drama Guy es llamado a filas. La noche antes de su partida hacen el amor y Geneviéve queda encinta. Después hay una intensa escena de despedida en la estación de tren. Ambos cantan: Pourquoi l’absence… y el tren se pierde en la mañana gris y triste, mientras Geneviéve sostiene, trémula, un elegante tul sobre su pecho.

Guy es herido, deja de escribir y Geneviéve ve crecer su vientre sin lograr una solución para tan turbio asunto. Es el momento de Roland que, voluntarioso, se trabaja a la madre hasta que consigue convencer a la hija para que se case con él.

Roland es pulido y limpio, no como Guy, siempre manchado de grasa. Conduce un Mercedes negro de alto standing y se lleva a Genevieve a vivir a París, lejos de la lluvia y el tedio.  

Para cuando Guy regresa, herido y triste, ya no queda rastro de ella. Pronto encuentra consuelo en las casas de citas del puerto y cuando tía Élise muere Guy descubre que la joven Madeleine, una enfermera que la cuidaba, no está nada mal y también está dispuesta a sucumbir a sus encantos.

Madeleine es joven y moderna, se citan en un bar después de cobrar el dinero del testamento. Se declaran su amor y juntos emprenden la aventura de abrir una Estación de Servicio a la que pondrán por nombre: L’escale cherbourgeoise. A Madeleine no le parece mal que Guy se manche las manos de grasa.

Todo va bien hasta que una noche de invierno, tras una intensa nevada, un Mercedes negro recala en la Estación de Servicio. Guy acaba de dejar marchar a su esposa y su hijo, que van a hacer las compras de Navidad. En el Mercedes negro viajan Geneviéve y su hija, una niña a la que ha puesto de nombre Françoise.

La escena entre ellos es tierna y triste como pocas. Todo se resuelve dulcemente, en medio de una intensa melancolía.  La cámara se despide de los protagonistas alzando el vuelo sobre la Estación de Servicio, dejando que el azar resuelva los problemas que los seres humanos han ido trenzando a cada paso que dan.

La película está dotada de una brillantez y una calidez innegable. Jacques Demy estaba verdaderamente inspirado. Gana la Palma de Oro de Cannes y algún que otro premio, pero ya nunca más volverá a tener esa frescura. Sus siguientes películas, Les demoiselles de Rocheford (1967) y Peau d'Âne, (1970), también con Catherine, fracasan y Jacques se hunde en la depresión, reconoce su homosexualidad y muere de Sida poco tiempo después.

En cuanto a la música cabe decir que obtiene un éxito inmediato en forma de discos de vinilo y lanza a Michel Legrand al estrellato y a la fortuna, ganando dos veces el Oscar a la mejor banda sonora, con Verano del 42 y Yentl.

Y Catherine Deneuve, por su parte, comienza una brillante carrera que la llevará a hacer películas con Truffaut, Luis Buñuel y Robert Aldrich, entre otros. Su falta de prejuicios la lleva a interpretar en muchas ocasiones mujeres de moral dudosa, delincuentes o directamente prostitutas, y a dejarse filmar desnuda en muchas de sus películas. 

En cuanto a Vadim pronto encontrará sustituta. Pero Catherine también conocerá a otros hombres: David Bailey, con el que se casa, Roman Polanski, Francois Truffaut y Marcelo Mastroiani, con el que tendrá una hija, Chiara. Después aún vendrían algunos más, pero eso no viene al caso.

Si al principio de este artículo decíamos que Vadim pudo ser en su momento el más feliz de los hombres, no podemos por menos que afirmar que Catherine tuvo todas las papeletas para ser, hoy y siempre, la más feliz de las mujeres.

 BG, le voyeur malheureux.

UNA HISTORIA DE VIENTO, JORIS IVENS 1988



El mismo año que Luc Besson filmaba El gran Azul, con Jean Reno y Rosanna Arquette, para sumergirse en las profundidades del océano (y de paso en las de Rosanna Arquette), Joris Ivens, el poeta de los Paises Bajos, volaba a China en un avión de juguete y se paseaba en silla gestatoria por todos los lugares santos de esa gran nación.

Joris Ivens era hijo de un comerciante de Nimega (Holanda), cerca de la frontera alemana, y con los primeros ahorrillos se compró una cámara de 16 mm. y pergeñó dos pequeñas joyas del cine documental: De brug (El puente) y Regen (Lluvia), que en aquella época (1928 y 1929) jugaban dentro de esa división que aún se llama cine experimental o artístico, al estilo de Walter Ruttmann (Berlín, sinfonía de una ciudad, 1927).

Las dos películas son una asombrosa muestra de sensibilidad y buen gusto que solo pueden salir de las manos de un poeta, de un tipo sensible y de un consumado narrador audiovisual. Lo de Joris Ivens nada tiene que ver con el cine comercial ni con las historias de ficción y sí con la propia esencia del cine, que juega con las imágenes y con el tiempo como si ambas cosas les pertenecieran.

Cargado de esa sensibilidad a flor de piel y de un arrebatado idealismo, enseguida se embarcó en más aventuras cinematográficas: conoció a Ernest Hemingway en Estados Unidos y ambos se trasladan a España para participar en la guerra civil, Ivens agarrado a su cámara y Hemingway a sus papeles. Entre los dos realizan Tierra de España, en 1937, con el beneplácito de la República española y la participación, además, de John Dos Passos y Orson Welles.

El compromiso político de Ivens fue claro desde el principio. Afiliado al Partido Comunista viaja a la Unión Soviética, conoce a Pudovkin y decide hacerse documentalista al estilo soviético. Con el carnet en el bolsillo recorre una gran variedad de paises: Checoslovaquia, Polonia, la República Democrática Alemana y finalmente China, donde le toma el pulso a la revolución maoísta y realiza varias películas, ninguna de ellas crítica con el sistema político imperante.

Sin embargo, su compromiso no carece de esa ambivalencia del ciudadano occidental. De familia burguesa, nunca le faltó dinero para hacer sus películas. Consiguió financiación del mismísimo Franklin D.Roosevelt, trabajó para la Contemporary Historians Society, se relacionó con el establishment comunista, y residió en Holanda, Bélgica y finalmente Francia.

Por si todo esto fuera poco, se casó con Germaine Krull, una franco-alemana de familia también acaudalada que se dedicaba a la fotografía de glamour, lo que le llevó a residir en Montecarlo y mantener un tren de vida espectacular.

Después de toda una vida de estirar el chicle de sus dos primeros cortometrajes, a los noventa años Ivens vuelve por enésima vez a China y realiza un viaje iniciático, chamánico, por las provincias del interior. Su intención es grabar el viento y para ello se dirige en primer lugar a uno de esos desiertos de China, tan extremos: probablemente en la provincia de Gansú.  Debido a su edad es llevado a todas partes en palanquín, exactamente igual que los antiguos mandarines imperiales, a los que tanto aborrecía.

Visita el Buda de las mil manos del Monte Baoding (provincia de Dazu), una maravilla que los comunistas habían dejado pudrirse de forma deliberada y que en el 2015 restauran para sacarle buenos réditos turísticos, y le da un vahído que lo lleva directamente a la luna. Allí dialoga con una diosa llamada Chang’e, en un escenario sacado directamente del Voyage dans la lune de Georges Méliès. Chang’e es menuda y bella como una bailarina de ballet, pero se aburre. Puro hedonismo, con jóvenes pubescentes danzando alrededor.

Dado que en la luna no hay viento, Ivens pronto regresa de su desmayo y se dirige con su cohorte de porteadores y filmmakers hasta las mismísimas puertas del cielo, que como todo el mundo sabe están enclavadas en la montaña Tianmen, en la provincia de Hunan.

Después de subir los 999 escalones lleva a todo su equipo a Xian, donde se haya enterrado el primer emperador. Allí discute con las autoridades, que no le dejan filmar en la excavación y graba unas escenas con figuras compradas en los mercados.

Es entonces cuando, ante su equipo, se exalta y exclama:

—¡Lo que mejor sé hacer es filmar lo imposible!

Una mujer chamán pide dos ventiladores, hace extraños sortilegios sobre la arena y de repente consigue que la furia del viento se desate, que levante olas de arena capaces de arrasar el campamento de filmmakers, y provoca la repentina felicidad del cineasta.  

Es en ese momento cuando se produce una epifanía y Joris Ivens, el comunista acomodado, el dandy bien vestido y mejor peinado, el diletante aux arts, el marido de la rich woman, de repente, al final de su vida, cree en la magia.  Ya no importan Das Kapital, ni el Manifesto. Es mejor creer en la magia y en Lao Tse, y en el poeta Li Bai, y en Carlos Castaneda, y en Don Juan, el chamán irredento de los años sesenta.  

Toda la etapa intermedia de Ivens, la que va entre sus primeras películas y esta, puede quedar relegada al olvido. El cine ideológico no tiene futuro. El marxismo no produce más que truños y falsos guiñoles. Allá quedan Tziga Vertov, Pudovkin y el pobre Eisenstein. Allá Tarkowski, Béla Tarr o Aki Kaurismäki. Los dioses no darían un puto duro por ellos.

Y es así como se despide Ivens, con una enorme sonrisa, en medio del viento. Ha vuelto a los comienzos de su carrera, a De brug y a Regen, y ya no tiene nada más que añadir. Solo vivirá un año más en su adorado París.

Su figura alta, imponente, su cabello blanco, su sonrisa cómplice nos dan a entender que ha captado la esencia de todas las cosas y que al final de su vida los viejos ideales se le han quedado un tanto oxidados. Lo importante, piensa Ivens, son la humanidad, la sensibilidad a flor de piel, la poesía, y también lo es la pureza del lenguaje cinematográfico, más directo que el lenguaje hablado, y que en algún lugar del más allá, ya sean la luna, los sueños o los viejos mitos, podremos encontrarnos algún día.

Pese a todo Ivens consiguió un gran número de galardones: La Estrella de los pueblos, la de la República Democrática Alemana, la Orden al Mérito de la República Italiana, el Premio Lenin de la Paz, la Palma de Oro de Cannes, el León de Oro de Venecia, el Premio Especial del Jurado del Cine Europeo y la Medalla de Oro de las Bellas Artes del Gobierno de España. Todo un palmarés, que ya quisiera yo para mí.

 


BG, envidioso y maravillado.


DESEANDO AMAR (Fa yeung nin wa), DE WONG KAR WAI. HONG KONG, 2000.

Hong Kong es un pedazo de tierra china arrebatado a la fuerza por los ingleses en 1842. Desde entonces los habitantes de esta ciudad han vivido en una especie de limbo en el que la cultura occidental tuvo un pleno desarrollo y el sistema capitalista reguló las relaciones, y sobre todo las transacciones, entre sus habitantes.

Los relojes, los cigarrillos, las máquinas de escribir y los teléfonos fueron sus instrumentos preferentes. Y es ahí, en ese contexto, donde sitúa la historia el director. Una historia de amor entre dos extraños, entre dos seres, da igual si son hombre y mujer o cualquier otra cosa, que se encuentran, se rozan con los ojos, se tantean y apenas esbozan un amago de sentimiento, de acción entre tantas inacciones. 

Chow es un tímido periodista chino que vive en una habitación alquilada en un barrio cualquiera del atestado Hong Kong. Chow fuma mucho y pasa el tiempo escribiendo novelas baratas, pero conoce a Li-zhen, la mujer totem, el objeto de deseo hierático que pasea por los suburbios con un bolsito minúsculo colgado del brazo y se enamora perdidamente de ella. Pero Li-zhen es alta, majestuosa, elegante hasta el paroxismo y viste unos trajes estampados que no dejan lugar a la imaginación.

Además, ambos están casados y sus respectivas parejas juegan un juego en un universo paralelo que no es necesario desentrañar. Como el gato de Schrodinger no sabemos si están o no están.

La acción transcurre en los fulgurantes años sesenta. La china continental sufre los avatares de la Revolución cultural, pero en Hong Kong reina el capitalismo, el consumismo y la lucha de clases. Los bolsos de marca, las vaporettas de diseño y las corbatas de seda son los objetos fetiche que sirven de intercambio, de disimulo, de chantaje a veces.

Li y Chow comparten sus soledades pared con pared.

van a comer a un restaurante. Se confiesan sus pequeños secretos, sus sospechas, sus conclusiones amargas. Entre el humo de los cigarrillos y las canciones de Nat King Cole ven pasar el tiempo y las ocasiones perdidas.

Es necesario urdir algo, una venganza, un romance, y surgen entonces las novelas baratas, la excusa perfecta para continuar viéndose sin que nunca pase nada.

Esplendor en la casa de citas, en el pasillo de rojos cortinones, en la habitación secreta donde rumian sus escenas, donde subliman su amor como si fuera una de aquellas novelas.

Finalmente, la ficción se convierte en realidad, pero ninguno de los dos se da cuenta. Cuando uno de los dos quiere volver, el otro se ha ido ya definitivamente.

en una liga aparte, no aparecen nunca. , que nunca llegamos a ver, ejercen tal influencia sobre ellos carecen hasta tal punto de importancia que no llegan a jamás aparecen, salvo en una ocasión, de espaldas o mediante4 la. sin que jamás os espososLi-zhen está casada, y Chow también, pero nunca vemos a sus respectivas parejas. Parece como si no existieran, pero el mundo que comparten se entreteje de tal forma que condiciona sus propias acciones. De nuevo la contención y el misterio.

Imbuidos por todo este lastre cultural los chinos de hoy en día se lanzan a la vida sabiendo que no hay ley ni orden si no hay obediencia, y que la obediencia es hija de la contención y el análisis.

Los chinos viven en un entorno de multitudes, donde el roce, la costumbre, el caos y la miseria moral se dan la mano constantemente. El orden social se basa en aceptar las reglas y esperar tu momento.

También en el amor aceptan este principio, adoptan un rol social, intentan no ser señalados por su vecino y esperan su momento.

Y es ahí donde surge la música, la música como catalizador de sentimientos, la música como lujuriosa representación del enlace. Shigeru Umebayashi, con su Yumeji's Theme, acompaña el deambular de los amantes con una delectación sublime, como si todos estuviéramos acompañándolos por las calles mojadas, entre olor a fritanga y platos sucios.

En esta película son más importantes los gestos y las miradas, los tiempos de espera y los anhelos, que las acciones explícitas o la truculencia de los guiones.

Es una película donde Lao Tse y Bodhidharma finalmente triunfan. Nadie hace nada, todo el mundo mira una pared vacía, donde el tiempo queda fuera, y finalmente resuelve la historia de una forma totalmente anodina, como la vida misma.

En vano canta Nat King Cole, en vano se levanta y se acuesta la dueña de la casa, en vano juegan al Mahjong en la minúscula salita, en vano compran Vaporettas para hacer arroz hervido.

Al final todo está hervido, el amor, el sentimiento de culpa y la muerte misma, como bien sabe Chow, que susurra un secreto largo tiempo callado en un agujero de Ang Kor, mientras suena el majestuoso tema de Michael Galasso, “Ang Kor theme”, y se da cuenta de que todas sus decisiones, o sus indecisiones, han sido erradas.

Ank Kor es la metáfora perfecta de este amor, congelado en el tiempo, invadido por la selva que se ha apoderado de sus piedras, de sus torres y de sus cimientos, preñado por un secreto apenas susurrado y tapado con hierbajos húmedos. Ang Kor es la representación perfecta del paso del tiempo, de las cenizas de la pasión, de la inutilidad de todo. 

Si algún día vamos a Ang Kor también nosotros deberemos susurrar nuestras congojas a un agujero. Tal vez eso alivie nuestra propia insoportable levedad.

La película tiene un epílogo amargo, como casi todas las historias de amor, cuando ella regresa también a Hong Kong, y por minutos, horas tal vez, no se encuentra con Chow en el mismo piso que ambos compartieron, y que no supieron aprovechar mientras estaban a tiempo.

Wong Kar Wai sabe que el tiempo marca nuestras vidas y es así como se lanza a dirigir, poco tiempo después, 2046, una incursión en el futuro, donde el tímido escritorcillo Chow dice:

“En el pasado cuando una persona tenía secretos y no deseaba compartirlos con nadie subía a una montaña, buscaba un árbol y tallaba un agujero para susurrar el secreto en el agujero. Luego lo recubría con barro; de ese modo nadie lo descubriría. Sin embargo, en una ocasión, me enamoré de alguien. Al cabo de un tiempo ella ya no estaba. Fui hasta 2046 creyendo que podía estar esperándome allí, pero nunca la encontré. No puedo dejar de preguntarme si ella me amaba o no. No obstante, nunca lo averigüé. Tal vez su respuesta fuera como un secreto que nadie sabría jamás. Todos los recuerdos son surcos de lágrimas”. 

Bien sabe Chow que solo le resta envejecer pergeñando novelitas baratas y rumiando el rencor de un amor apenas entrevisto, apenas consumado, en tiempos de tribulación.

Entre tanto ella no está, ella se fue... como diría Nek.

BG, la insoportable levedad del ser.